Asumamos como cierto que durante muchos
años España será gobernada por alguno de los partidos mayoritarios
y demos por hecho (salvo cataclismo social, económico o expulsión
de la zona de moneda única, que todo puede ser) que éstos aceptarán
todas las directrices que nos disparen nuestros socios europeos.
Entre estas directrices nos encontramos con unos límites de déficit
público que suponen y supondrán grandes esfuerzos para todos, y que
se están concretando en una merma de servicios públicos y/o un
incremento de impuestos de cualquier índole. Aunque se están
combinando ambas propuestas, parece que nuestros dirigentes se
decantan mayoritariamente por la primera de ellas.
Pues bien, si lo que se pretende es
recortar el gasto público, el primer paso que se debería haber dado
es la planificación de prioridades a la hora de hacerlo. Descartados
desde el inicio tocar partidas como religión o gasto militar, las
mirillas están apuntan directamente a educación y sanidad. Esto es,
al menos para mí, uno de los mayores errores políticos que se
pueden cometer en mucho tiempo. Como dije en otros artículos,
servicios públicos de calidad como sanidad y educación (al hacer
referencia a ellos se suele hablar también de gratuidad, pero evito
este adjetivo ya que no son efectivamente gratuitos, sino que los
ciudadanos los pagan a través de impuestos y cotizaciones) son los
bienes más preciados conseguidos por los españoles durante los años
de democracia, y no conservarlos de esta manera tendría
consecuencias nefastas para nuestro futuro.
No es falso que la distribución del
gasto que conllevan estas partidas podría ser efectuado de manera
muchos más eficiente, no cabría otra cuando hablamos de miles de
millones de euros. Asuntos como prescripción de medicinas por dosis,
replanteamiento de ciertas becas poco eficientes, y otras muchas
medidas pueden y deber ser estudiadas para mejorar su funcionamiento
dentro del sistema público. Y es ahí donde se deben centrar todos
los esfuerzos, en una mejor distribución y eliminación de gastos
superfluos e innecesarios, y nunca en la supresión de servicios que
supongan una reducción en cuanto a la calidad de sanidad y
enseñanza.
Explicaré ahora el por qué de mi
preocupación de la manera más práctica posible, empezando por los
riesgos en cuanto a sanidad se refiere. Como sabemos, los gastos que
conlleva la Sanidad Pública son costeados por todos los ciudadanos
en relación a los impuestos que pagan y a sus cotizaciones sociales,
aunque no todos los utilizan de la misma manera. Estadísticamente,
cuanto mayor es una persona y menos recursos económicos tiene, más
uso de servicios sanitarios hace. Por tanto, vamos a dividir a los
paciente en dos grupos, rentables (personas jóvenes y adultas, sin
problemas crónicos de salud, que tiene la suerte de tener que hacer
poco uso de servicios médicos; o personas que hacen un mayor uso
pero, debido a su buena posición económica, pagan en sus impuestos
más de lo que consumen) y no rentables (que por diversos motivos
deben hacer un uso mucho mayor de los mismos). Gracias a la
combinación de ambos tipos de pacientes, rentables y no rentables,
la sanidad pública española es viable económicamente hablando.
Imaginemos una reducción sistemática
del gasto en sanidad por parte del Gobierno central y las Comunidades
Autónomas que, como venimos comprobando, se concreta en listas de
espera interminables, servicios de urgencias cerrados según
horarios, pago de recetas y medicamentos anteriormente gratuitos, y
un largo etcétera. Además, esto podría venir acompañado, como vemos ya en alguna Comunidad, de un fuerte incentivo en favor de
los servicios sanitarios privados. Si esto ocurre, es lógico pensar
que los pacientes rentables se plantearán contratar mutuas privadas,
donde tengan contratos en los que paguen en relación al uso que
hagan de los servicios. Al ser empresas privadas, éstas sólo
aceptarían clientes rentables, puesto que son los que les generarían
beneficios.
Así pues, nos encontraríamos con que
en la Sanidad pública sólo permanecerían, por mera necesidad, los
pacientes no rentables y, a consecuencia de esto, los gastos por
persona irían aumentando cada vez más, haciendo al final
económicamente inviable todo el sistema. Y nos quedaría algo
parecido a lo de Estados Unidos, donde una persona con pocos recursos
que se encuentra con una enfermedad grave de costoso tratamiento
tiene que hipotecar todos sus bienes si quiere luchar por salvar su
vida. Eso que nos parece tan lejos, no lo está tanto.
Podemos trasladar todo el razonamiento
al sistema de educación pública. En este caso, los clientes no
rentables serían alumnos de pequeñas poblaciones o pedanías, niños
que requieran atención especial, hijos de inmigrantes que tengan
dificultades con el idioma,... De que ellos tengan las mismas
oportunidades que cualquier otro se encarga la educación pública
(esto supone un gasto por alumno mayor, lo cual es utilizado
estúpidamente por los defensores del sistema privado).
Por tanto, vemos como dos decisiones
políticas como son incentivar, a través de deducciones fiscales,
los sistemas privados (es decir, que los que acudan a ellos paguen
menos impuestos) y reducir la calidad de los servicios públicos
puede suponer su total desquebramiento. Y recordemos que todo esto
empieza por el exceso de celo en cuanto al cumplimiento de las
órdenes de la señora Merkel sobre el déficit fiscal (que no es
otra cosa que cuánto gasta de más el Estado respecto a lo que
recauda).
Una vez descartado, por no querer
parecer demasiado extremista, la prohibición de centros sanitarios y
de enseñanza privados, evitar o no este final depende únicamente de
nuestros políticos. Lo primera medida, por supuesto, debe ser
eliminar cualquier incentivo económico en favor de los sistemas
privados, es decir, que los use quien lo crea conveniente pero sin
recibir ninguna compensación a cambio. Como segunda medida, aunque
puede parecer contradictorio con el objetivo inicial de reducción
del déficit, se debería establecer una mayor inversión en estos
servicios públicos. ¿ Por qué digo esto? Porque de esta manera,
además de los incentivos económicos, también se eliminarían los
incentivos personales de contratar servicios privados. Es decir, una
persona con grandes recursos no tendría incentivos de llevar a su
hijo a un colegio privado si en uno público va a tener las mismas
facilidades e instalaciones. Y si la lista de espera para una operación va a ser
igual de larga en un hospital público que en un privado, ¿ qué
sentido tendría contratar una mutua? ¿ Y cómo se pagaría esa mayor
inversión? Pues aumentando los impuestos de los españoles, más
concretamente de los que tenían recursos suficientes para acudir a
servicios privados, y que ahora no tendrían que pagar por ellos pues acudirían a
los públicos.
Así que, asumiendo que la lucha con
los agentes económicos que nos obligan a hacer todos estos esfuerzos
está perdida, tenemos dos salidas. Por un lado, remar cada uno en
una dirección al grito de “sálvese quien pueda”. Esto
conduciría a una sociedad cada vez más desigual y, al final,
probablemente sólo se salvarían los ricos. En cambio, remando hacia
el mismo lado, a pesar de que las medidas serán también duras, las
asumiremos entre todos por igual. Quizás no está tan mal que todos
dispongamos de las mismas oportunidades a la hora de estudiar o de
curarnos una enfermedad, tengamos los recursos que tengamos. Me
parece genial que con dinero se puedan comprar yates, ropa muy
cara, coches de lujo, incluso amigos y compañía. Pero cuando
hablemos de cosas tan transcendentales como la educación y la salud, al menos en eso, que seamos todos iguales.
@Elfara_chico
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